miércoles, 18 de agosto de 2010

Trazando rutas

Aquí, ante éste cuaderno que no es azul, ni rojo, como el de Echenique en La vida exagerada de Martin Romaña, una de las novelas que releo por enésima vez. Al goce no hay que darle tregua y parece necesario, me parece necesario, repetirse en él una vez más transcurrido un tiempo. Porque hubo muchas novelas - ¿nunca demasiadas?- y ahora me resulta comprensible que en mi ignorancia me diera por buscar el Norte, para no perderlo -o quién sabe si para no encontrarlo, si lo tienes situado también puede apetecer esquivarlo- entre libros y autores. Y al principio lo busqué en autores propensos a la verborrea y al léxico -rico, rico- deleitándose sobre sí mismo. Si aprendo a manejar las palabras será más sencillo – debí pensar- no sea que lo encuentre y me dé por no saber nombrarlo, mira qué traspiés más tonto. Tú, inclinada a las putadas inútiles, seguimos sin saber si por genética o aprendizaje ambiental, debes parapetarte.


Como decía, aquí estoy, sin cuaderno azul o rojo y sin sillón Voltaire, quiá, lo mío es más de silla ergonómica poco ilustrada, con reposacabezas mullido de color naranja, aunque mi cabeza repose poco en él, imagino que ninguna lo hace, ninguna cabeza parece andar muy reposada en estos tiempos, así que de nuevo un objeto inútil en una búsqueda que se suponía imprescindible. Pero así son las cosas y de poco sirve darle vueltas. Con o sin Norte.




Ya está dicho, lo buscaba entre los libros, el Norte, y de ahí partí, podía haber empezado por cualquier otro lado, la verdad, pero fue ese, qué más da. Buscarlo entre los otros no se me ocurrió, de verdad que no, lo perdían con tanta facilidad, y dentro de mí misma mucho menos. No imaginé que conocerme fuera necesario, más bien una pérdida de tiempo. Qué sentido iba a tener investigar lo que tienes delante de las narices -para ser correcta más bien detrás de ellas- una pérdida, ya dije, y no estaba yo para muchas tonterías entusiasmada por ese término que, sin ser aún coordenada, se me hacía tan fascinante. Como fascinante debe ser el misterio de lo que desconocemos y la intuición de que, sea como sea, se mueve lejos y habrá que recorrer un gran trecho. Y yo no, para nada, si yo estaba ahí, sin necesidad de dar siquiera un paso, ni de asomarme.




De entre todas las zarandajas que escuchaba de los adultos esa fuera tal vez la que se me antojaba más absurda: conócete a ti mismo. No me gustaba desperdiciar el tiempo. Ya está dicho.

¡Ah, la exageración, querido Bryce!


Y buscaba Norte, tan inteligente, tan tonto... tan lejos de lo común.

Sonreir por igual a todos los pájaros, los de sangre fría o ardiente. Y a los pájaros petrificados por el desconcierto capaz fuera de poner alas en ellos .

jueves, 5 de agosto de 2010

Salida

Ha perdido el norte, escuchaba de vez en cuando en mi casa, tan lejano e incomprensible el dicho como todos los que tenían por costumbre repetir los adultos a mi alrededor – se veían tan ufanos con su lenguaje común, asintiendo con caras graves ante cada una de ésas señales que ellos y sólo ellos controlaban desde el timón de la vida- ignorante yo por aquel entonces de Nortes, Amundsen y demás Scott, pero sí consciente de la curiosidad que me causaba la expresión y las caras entre apenadas y resignadas que ponían al decirlo. Sin ir más lejos tío Enrique lo perdió, -debió ser sin darse cuenta- unas navidades. Recuerdo que durante toda la cena se repitió la letania como cualquiera de los villancicos que tarareaba mi madre durante esos días en la cocina, mientras mi tía retorcía el pañuelo y el gesto al oírlo y mis primos adoptaban una extraña seriedad que contradecía sus caras infantiles, allí sentados, tan quietecitos sin atender al desafío de mis patadas y pellizcos. Me resultó más confuso aún escuchar el nombre de Susana, la peluquera del barrio -momento en el que me pareció ver que a mi tía se le confundían en el mismo tic el asco y la pena- relacionado con el Norte. Y se me ocurrió pensar que tal vez cuando uno lo perdía otro lo encontraba y Susana, precisamente ella que perdía las horquillas a cada rato, parecía la afortunada en ese instante.

Aquella fue mi primera experiencia con el Norte y la verdad, no saqué mucho en claro. Después de Reyes volverían mis tíos a casa, con caras no mucho más felices pero juntos y ante mi pregunta de… ¿Tío Enrique ha encontrado ya el Norte?, todo lo que obtuve fue un capón y la risa tonta de mi hermano. El Norte pues, parecía ser una cuestión peliaguda y decidí que desde ese entonces mi objetivo sería encontrarlo.


El Norte un canto, ha de saber contrarrestar la fuerza de los vientos cuando me asomo a ventanas abiertas -como agujas el espacio vacío- y descartar la sospecha de que a veces –demasiadas – el lugar no es mi lugar.
Norte, evitando que me enfresque en el monólogo con el que a veces intento sustituir a la vida, ensimismada, nunca sé si en el miedo o en el placer de contarme historias.