Aquí, ante éste cuaderno que no es azul, ni rojo, como el de Echenique en La vida exagerada de Martin Romaña, una de las novelas que releo por enésima vez. Al goce no hay que darle tregua y parece necesario, me parece necesario, repetirse en él una vez más transcurrido un tiempo. Porque hubo muchas novelas - ¿nunca demasiadas?- y ahora me resulta comprensible que en mi ignorancia me diera por buscar el Norte, para no perderlo -o quién sabe si para no encontrarlo, si lo tienes situado también puede apetecer esquivarlo- entre libros y autores. Y al principio lo busqué en autores propensos a la verborrea y al léxico -rico, rico- deleitándose sobre sí mismo. Si aprendo a manejar las palabras será más sencillo – debí pensar- no sea que lo encuentre y me dé por no saber nombrarlo, mira qué traspiés más tonto. Tú, inclinada a las putadas inútiles, seguimos sin saber si por genética o aprendizaje ambiental, debes parapetarte.
Como decía, aquí estoy, sin cuaderno azul o rojo y sin sillón Voltaire, quiá, lo mío es más de silla ergonómica poco ilustrada, con reposacabezas mullido de color naranja, aunque mi cabeza repose poco en él, imagino que ninguna lo hace, ninguna cabeza parece andar muy reposada en estos tiempos, así que de nuevo un objeto inútil en una búsqueda que se suponía imprescindible. Pero así son las cosas y de poco sirve darle vueltas. Con o sin Norte.
Ya está dicho, lo buscaba entre los libros, el Norte, y de ahí partí, podía haber empezado por cualquier otro lado, la verdad, pero fue ese, qué más da. Buscarlo entre los otros no se me ocurrió, de verdad que no, lo perdían con tanta facilidad, y dentro de mí misma mucho menos. No imaginé que conocerme fuera necesario, más bien una pérdida de tiempo. Qué sentido iba a tener investigar lo que tienes delante de las narices -para ser correcta más bien detrás de ellas- una pérdida, ya dije, y no estaba yo para muchas tonterías entusiasmada por ese término que, sin ser aún coordenada, se me hacía tan fascinante. Como fascinante debe ser el misterio de lo que desconocemos y la intuición de que, sea como sea, se mueve lejos y habrá que recorrer un gran trecho. Y yo no, para nada, si yo estaba ahí, sin necesidad de dar siquiera un paso, ni de asomarme.
De entre todas las zarandajas que escuchaba de los adultos esa fuera tal vez la que se me antojaba más absurda: conócete a ti mismo. No me gustaba desperdiciar el tiempo. Ya está dicho.
¡Ah, la exageración, querido Bryce!
Y buscaba Norte, tan inteligente, tan tonto... tan lejos de lo común.
Sonreir por igual a todos los pájaros, los de sangre fría o ardiente. Y a los pájaros petrificados por el desconcierto capaz fuera de poner alas en ellos .