domingo, 19 de septiembre de 2010

Rumbos


Munich le parecía una ciudad romántica, la ciudad más romántica que había conocido hasta el momento. Y eso es mucho decir. Ya, sabe que ese título lo tiene París porque lo dice casi todo el mundo y nos lo mostró Bogart en Casablanca o la Garbo en Ninotchka, lo dicen a todas horas, pero no, París es grande, impresiona, no lo niega, mirando hacia arriba a cada momento y con ese toque tan de buen gusto, portada de Casa y Jardín, sí, pero si exceptuamos algún museo, algún rincón sin ladrillo visto, París la deja fría. Impersonal. Así es, la mujer nevera, en eso se convierte allí. Pero no deberíais hacerle demasiado caso porque disfruta exagerando y porque el romanticismo lo entiende a su manera y cuando alguien le habla de romanticismo, sobre todo si se trata del alemán -porque Munich se encuentra allí, por nada más- le vienen a la cabeza C. David Friedrich, Hölderlin y Goethe, pongamos por caso - aunque a éste último le tenga algo de gato por aquello del Werther , que qué tostón y triste; con sus diecisiete años, en las antípodas de la muerte y también del amor aunque lo hubiera negado entonces porque ¿quién no conoce todo lo llegado y lo por venir con esa edad?- y Spitzweg, ahora, porque tiene un cuadro que le gustaba desde hace años y antes era incapaz hasta de escribir su nombre y sin embargo, ya lo veis, tan sencillo y de corrido se escribe, y todo porque vio su pequeño cuadro allí y no lo esperaba. Fue una sorpresa porque cuando se encontró con él, allí, sencillo y narrativo, tal como lo imaginaba al natural, empezaba a marearse y es que, cuando lleva más de hora y media en un sitio cerrado viendo cuadros y más cuadros, comienza a sentir vértigo y necesita salir y fumarse un cigarro, o respirar o ver gente, lo que sea, fijarse en sus caras para comprobar que son reales y no trazos. Y andaba ya diseñando una estrategia para decirle a J. que se iba -porque él no, él puede estar horas y horas sin cambiar el gesto, sin sentirse abrumado y sin perder el interés en las pinceladas- cuando de repente ahí estaba, el Poeta pobre, y fue un asombro, un resorte con sorpresa y al final del muelle un marco, que le permitió estar más tiempo encerrada allí sin agobiar a J., que es algo que le produce mucho, mucho apuro, el distraer a alguien, sabiendo que está disfrutando de lo lindo, con sus disparates espaciales.


Lo que no visitaron fue ningún cementerio, aunque los identificara igual con las tinieblas del romanticismo, porque nunca aparecen en la guías y porque J., a pesar de sus viajes a la ciudad, desconocía dónde se encontraban. Ni siquiera por el hecho de pararse delante de la tumba de algún artista que es algo que está muy de moda, hacerse fotos al lado de sepulturas de prohombres – de mujeres menos, mucho menos- con cara de estar muy vivos. Pero no, le gustan las tumbas anónimas y calcular los años que pudieron vivir antes de ser invitados por la parca o valorar, leyendo epitafios, la desidia del amor que podían sentir por ellos su gente, y el buen gusto o no del diseño de sus lápidas. No sé si será por contrarrestar -si lo pienso un poco- porque sus muertos no tienen lugar fijo, vuelan distraidos cada cual por dónde eligió, o sin elegir, donde decidieron los que se quedaron, que al fin y al cabo es lo que tiene sentido: el muerto ingrávido y el vivo a tomar decisiones. Y mejor así, pensar en la parálisis de los muertos, de los suyos, le provoca pavor y por eso prefiere imaginarlos dando vueltas o doblando esquinas, sorteando sombreros en invierno o columpiándose de los paraguas en el otoño. Eso ya le gusta más, se tranquiliza. Qué estupidez. Pero es que lo referido a la muerte casi siempre es así, estúpido e inútil. O no, sólo es. Sin muchas más consideraciones. Otro Norte al que resulta muy difícil llegar, escarpado como ninguno. Y una vez en él: una llanura congelada que se extiende, y esto es lo extraño, con toda naturalidad hasta llenar cualquier hueco del que pervive.

Pero en fin, lo que quería era hablaros de Spiztweg –siempre se enreda en sus pensamientos con el fin de llegar a ningún lado- y el resto de cuadros que descubrió luego pero servirá el salpicar con algunos de ellos entre párrafo y párrafo. Que le gustan sus tipos con cara de bobalicones y el sentido del humor al pintarlos, las historias que sugiere al retratar a la sociedad muniquesa de su tiempo. Porque con lo que más disfrutó fue con los muniqueses –se le olvidaba decirlo- le parecieron estar locos, con la locura del excéntrico, quizás, o sólo del que es distinto a nosotros. Pero locos aunque en un primer vistazo no lo pareciera. Le bastó mirarlos con detenimiento y aprecio para darse cuenta de ello.


El Norte, detrás de cada una de las sendas, tiene labios luminosos y un paso paciente sobre la tierra. Sentada sobre palabras voy elegiendo el mensaje y pasan las estaciones sobre nosotros, sin que la travesía marchite la trama de nuestros días. Ni una escombrera.



viernes, 3 de septiembre de 2010

Sendas anónimas

Los del Norte, así llamaban a la familia de Sara. Aparecieron un verano en el pueblo donde yo pasaba las vacaciones. Todo en Sara era rubio y delicado: ella misma, sus hermanas mayores y una madre alemana que solía fumar cigarrillos y llevar zapatillas de deporte. Actitud y calzado poco apropiados para una madre y que no parecían muy útiles para el lanzamiento de zapatilla en el que la mía era tan diestra. También existía un padre, al que yo prestaba poca atención porque me recordaba al mío y no tenía nada de especial, salvo el parecer algo abrumado por el brillo que sin duda reinaba en su casa.


Sara y yo nos gustamos al primer vistazo, con el olfateo instantáneo de dos cachorros y que más tarde, al crecer, hay quien se empeña en explicar otorgándole un carácter mágico a cada encuentro, sin querer admitir que lo natural nada tiene que ver con los prodigios. Se pierde y necesita ser sustituido, nada más. Ese mismo día sellamos con sangre nuestra amistad, inmunes a la impresión del rojo y al tétanos que pudo provocarnos un cúter medio afilado. Y durante todo ese verano cada una intentó ser la otra. Yo disfrutaba de las horas pasadas en aquella casa ordenada, en la que todo se movía con la placidez propia de los susurros al oído y la belleza de unas mujeres que revoloteaban como pelusas, siempre activas. Sara, por el contrario, quería pasar el mayor tiempo posible en la mía donde mis hermanos acampaban con sus novias, amigos y demás animales domesticados - o no tanto- que solían acompañarlos. Parecía encantada con el desbarajuste que, sin esperanza por mi parte, invadía cualquier espacio que habitáramos. Algunas veces no podía evitar sentir rencor hacia ella cuando, riéndose de las rabietas que me provocaban los bárbaros, se ponía de su parte sacudiendo la melena al encuentro de sus risas y mis gritos o lágrimas. Juro que en aquellos momentos la odiaba. Sara ansiaba ser bruta tanto como yo me desesperaba por poseer un gesto dulce como el suyo. No importó, yo seguí siendo la misma salvaje y Sara, por mucho que se aliara con ellos, nunca perdió la suavidad de sus rodillas. También en aquellos tiempos existían días confusos, no lo dudes.

Me contaron que al final de ese verano volvían de la playa, la familia repartida en dos coches. El primero se estrelló y murieron todos los ocupantes. Sara viajaba en el coche que iba detrás.

No volví a verla. Hace muchos años que pienso en Sara.



Un Norte corrector, que depure el desaliño de mi sintaxis, el desorden de los verbos, de mis ociosos adjetivos, los sustantivos errantes, la concordancia que se me escapa.
Conjuga y templa la intención con mis palabras, difícil tarea. Le muestro mis uñas sucias de tinta y él las mordisquea cálidamente mientras yo cierro los ojos.