martes, 26 de octubre de 2010

Holganzas I

De lujos y gustos. También de eso debería hablar en el Norte, de aquellos momentos que otros intelectos nos provocan hasta hacer estallar dentro de nosotros la burbuja del entendimiento, o aquella otra de la estética que entronca con nuestro ser, el que cada cual se forjó a medida que pasaban los años.


Vimos a Rafael Álvarez, El Brujo, de nuevo, procuro no perderme ninguno de sus espectáculos a su paso por Madrid. Juglar, la palabra en él toma su forma, en la mejor tradición oral, no resulta difícil imaginarse a uno mismo sentado en cualquier plaza atemporal, disfrutando de la palabra, del simbolismo que encuentra en ellas, de sus vivencias salpicando cualquier texto. Buscando las vueltas a todo lo escrito por otros autores, ya sea Cervantes, Quevedo, San Juan… y que luego nos devuelve entre sus manos, tan desnudas como el escenario que le acoge, delirante, disparatado pero siempre lúcido y sorprendente. Demostrando la vigencia de cada palabra hace siglos escrita, porque nada ha cambiado tanto como para que no podamos reconocernos en ellas. Aunque ahora lo que se estile sea descubrirse intemporal, obviando que antes que tú ya lo dijo alguien sin necesidad de tanta alharaca -ni bits, ni web, ni intertextos. Ni la madre que los trajo al mundo. Siquiera.-




Leyendas antiguas, sueños dormidos en la memoria de los pueblos, la voz del romance que espera, como Lázaro, alguien que le diga "Levántate y anda"… sus palabras.

Se me ocurre que podría nombrarle monologuista si ese término teatral no estuviera a estas alturas tan prostituido, como tantos otros. Hay quien confunde en estos momentos el monólogo con el ingenio chisposo de la mediocridad compartida, la risa de “¡ahí va, mira, eso a mí también me pasa!” y tan campante la risa y tan mema. ¿Cómico de antaño? Tal vez, cuando eso significara vocalizar cuanto menos para ser entendido por el público. Otra técnica dramática tan vapuleada como se puede comprobar en la mayor parte de las películas que se estrenan made in Spain. Pero ese es otro tema y otro ámbito, tan alejado del que nos ocupa.




Como os iba diciendo… un lujo, lección magistral de teatro. La emoción sobre palabras y el tiempo. Poco más es necesario porque sigue sin convencerme aquello de que una imagen valga más que mil palabras, no, no lo creo, no la mayor parte de las veces. Dependerá de la intencionalidad del que mira o escucha, hasta donde busque llegar –escarbar- . Y por supuesto de la falta de inanidad del que se exprese, si lo hace con propiedad, saber y acierto.

Demasiadas condiciones, ya, me temo.

jueves, 7 de octubre de 2010

La nieve deja huellas

Es improbable no inventarse, improbable acudir a la memoria y no reconocerla como esa ingrata que se fue de jarana con el tiempo dejándote sólo con lo puesto, más bien poco. Antifaz y gafas desenfocadas junto a uno mismo. Envidio a los entomólogos y sus lupas, el método científico aplicado a un ser poco mayor a una uña y la visión sin arrugas. Pero conmigo no funciona -con nadie, seguro- no hay lupa, sólo recuerdos. El problema es que los recuerdos están ahí pero no son nada por sí mismos, somos nosotros quienes los traemos a capricho, escogemos, aseamos, articulamos para concordar otros. Disfrutamos vistiendo presentes con la fantasía vanidosa que caracteriza a los niños. Y pocas veces las memorias coinciden con las de otros. Desconfía, de los otros, de ti. De los recuerdos siempre.





Y por qué no el papel pintado en mi infancia, un tiempo que doy ya por perdido. Juego con él, con ese tiempo, como si de una peonza se tratara, las vivencias aceleradas en cada vuelta y poco reconocibles en un largo paseo que soy, fui yo. El verde botella en volutas de un pasillo, pequeño, estrecho, que ocupaba jugando con S. Los óvalos rojos del salón, detrás de la figura de mi padre y mis hermanos al cenar. Tras la vuelta de vacaciones, sentada en el sofá mirando el papel sin parpadear, intentando volver a sentirme familiarizada con él porque sus formas buscaban saltar desde la pared, en relieve dibujando mi extrañeza, y me asustaba no volver a sentirme en casa nunca más. Los garabatos que un día pintamos S. y yo sobre él, quedando durante años como testigos de nuestras dotes pictóricas, aprendices de Atapuerca. Los zarpazos que uno de los perros, cualquiera de los que tuvimos, dejaron como heridas a la altura del rodapié. Las marcas de chinchetas sobre postales, fundas de discos y mensajes. Tótems de la adolescencia de mis hermanos.


Más tarde el papel desapareció, costumbres asépticas ganaron la partida, pero la higiene nunca vencerá al juego de tizne que supone recordar sobre paredes. Sumergir las manos, el tiempo como el limo y ojalá fuera posible atravesarlo. Volver a sacarlas llenas de barro y en el juego tocar otras manos. Un tacto ahora imposible.


Norte, atento al presente. Apartando el trajín del silencio, el vado del temor y de la vida en harapos, que vaciaban las manos y los ojos.
Por él supe de una isla, de un golpe de luz que lograba enmudecer las sombras de mi memoria. La vida puede caber en un alfiler pero no es necesario permanecer a oscuras, ni que los ojos pierdan altura. Capaz fue de poner límites a los días consumidos por la fatiga llena de mí y mis insomnios.