lunes, 22 de noviembre de 2010

Primer borrador de ruta

Avistaremos ballenas, me dices, y no deseo nada más, no por hoy, un día gris y frío que se cuela por las rendijas. Grandes mamíferos, levantando sobre las aguas su masa imposible, tan poco probable parece que no fueran tragadas por las aguas al caer, ajenas a la gravedad en cada salto. Sabes que me gustan por encima de todas las belugas, con su sonrisa pintada y el deslizante blanco de su cuerpo, la mirada desvalida de un gigante que tal vez creció sin ser consciente de ello. Que todas las especies de ballenas son animales misteriosos, prehistóricos, tanto como nuestro desconocimiento hacia ellas, el mismo que hizo confundir a los científicos el grito de su apareamiento con el crujir del fondo marino -sonidos de vida al fin y al cabo, todo cambia- o el que nos hace seguir sin precisar su longevidad y el alcance de su inteligencia. Y que por ésta vez no me importará ser simple espectadora y salpicarme con el agua expulsada. Balleneros ya sin sangre, ¡por fin!, tras dos siglos de matanzas, a la caza del leviatán, el monstruo marino, prueba de supervivencia y arrogancia humana - no hay orgullo sin crueldad me dirías, ya -.


Pero que ni Melville pueda perseguirnos Llamadme Ismael a voz en grito, ni Nemo o Jonás, contemplando la digestión dentro de un gran vientre marino. Tómatelo como una oración literaria. No sería capaz de rezar de otra forma, ninguna letanía que me inspirara un mínimo de confianza, tú lo sabes, pero mis cantos tienen otra naturaleza. Como ese otro canto de los cetáceos, ¿por qué no? La evolución no nos otorgó todas las dádivas e introdujo alguna que otra tara: el miedo y los rezos de los que, casi seguro, las ballenas se habrán librado. Eso espero por su bien.




Un canto cuando la extensión del océano me acerque a tu cuerpo buscando encontrar el orden de mi respiración de nuevo, al recordar -y lo recordaré- que allá nuestras extremidades no sirven, no son las suyas, y podríamos vernos varados en mitad del mar. Sin olvidar que en el océano no hay lugar donde esconderse, el peligro puede llegar desde cualquier ángulo y por eso los demás se convierten en el único refugio. Las sardinas y los cachalotes comparten esa sencilla sabiduría. Pero una vez a tu lado, mi pecho ya sin hormigas, envuelta por el rumor de la humedad y de su presencia, los ojos llenos del prodigio.



Ando leyendo Leviatán o la Ballena de Philip Hoare, ensayo de una pasión, aún no sé si Moby Dick o las ballenas, si ensayo literario o naturalista, sin descartar nada. En cualquier caso un libro delicioso, capaz de convertir a las ballenas y la escritura acerca de ellas en algo fascinante.

jueves, 4 de noviembre de 2010

Enlaces

Las mujeres son seres de pies fríos, me dijo una vez. Debe ser por eso que no me importa dejarlos de sentir a medida que el agua llega a ellos y va cubriendo la cocina. Las toallas esparcidas por el suelo no parecen cumplir su cometido y a mí no se me ocurre nada mejor que permanecer aquí sentada, enfrente de la lavadora, con las ropas ya empapadas y sin dejar de llorar. Lloro por nada en concreto, será por imitarla, por lanzar agua, por sentir como me vacío y así, a lo mejor, desaguamos a la par.

Si me viera mi madre -siempre pienso en ella en las crisis domésticas, qué tontería- me diría “anda quita de ahí, estafermo, que no sirves para nada, hasta un poco de agua te supera”. Y así estoy, parece que me esté viendo, tirada de cualquier forma sobre el suelo y contemplando el agua que no deja de salir. Al final va a tener razón. Lástima que no pueda comprobarlo. Aunque también decía que yo era como los salmones, siempre a contracorriente, y de verme ahora se daría cuenta de que no, que no soy más que un vulgar boquerón cansado. No le importaría, salvo por lo de verse confundida, nunca le gustó que no le dieran la razón. Tal vez porque la vida parecía empeñada en quitársela. Como a todos, le dije una vez.

Se está bien aquí, si no fuera por el frío, pero desde que resbalé al suelo noto como el agua ha logrado sacar la bola de serrín de mi boca, la misma con la que me levanto cada día, hace meses. Laura dice que desde el momento que él se fue pero no es cierto, siempre fue una metomentodo pero sin enterarse de nada. La bola llevaba allí mucho antes, sólo que fue creciendo, secándome el paladar cada vez que intentaba decir palabra. Pero es que no salían, como tampoco la risa -ríes como los pájaros, decía él- y pensé que sería por eso. Porque no es fácil ver cómo se van las personas, sin querer irse, sin ruido por no molestar, porque a él no le gustaban los ruidos, ni las palabras innecesarias, sólo mis risas. Y yo reía como una tonta a cada momento y en cada risa crecía la bola.

Pero eso Laura no puede comprenderlo, nadie se le ha ido ni tiene risa de pájaro. Y hasta es posible que tanta agua acabe con ella. Con la bola, no con Laura, claro.



Norte, trajín constante. Fue tan sencillo como pensarse piedra y caer hecha un torbellino en el agua, quién lo hubiera dicho. Ya sin temor al amor, a la terca obstinación de la ignorancia. La fábula redonda de la infancia donde a veces parecía que pudiera borrarse el mundo.

Y todo sucede sin pérdida de tiempo a pesar de que la piedra, alguna vez creyéndose vida, endureció los días.


La imagen es de Macarena Moreno, un proyecto conjunto que algún día llevaremos a cabo, cuando regrese la calma. Sus imágenes, mis palabras… bisagras enlazando nuestras miradas. Gracias, amiga.

http://www.flickr.com/photos/arsartis