A veces pienso si todo tanteo no será un error, si moverme en ellos cómodamente, en las aproximaciones, sin tener en cuenta la conclusión, me conduce a algún lado y si esta carencia que adivino en mí en los últimos tiempos no será la causante de mi falta de interés por la poesía, novedoso en mí, de verdad, casi físico mi rechazo, mi apatía. Huir de lo difuso debe ser labor del poeta, o eso pienso, la única forma de centrar un verso y no hay forma, sencillamente no la hay.
Podría tirarme toda la tarde contemplándome una uña. O contemplando las uñas de mis gatas mientras se rascan en mis vaqueros, remoloneando a mi alrededor, buscando una atención que no les presto, igual que a los versos. Sentir con algo que no sea lo cotidiano, con lo más cercano. La carne y el abrazo mis expectativas, lo único que consigue llegarme y llenarme, como a un vaso sin fondo y con sed. Pero veo las fotografías de André Kertesz -otro de nombre impronunciable, imposible la memoria nominal con él- y compruebo que no, que la poesía sigue ahí sólo que en distintos formatos. La mirada enfocada y no me molesta, ni me inquieta. Y se me queda grabado el retrato de unas manos, o unas estatuas asomadas a una ventana, también su serie de distorsión con unos cuerpos extrañamente alargados, deformados en su óptica, pero amigables y bellos. Un par de gitanillos húngaros besándose o la imagen de trincheras inacabables como inacabable debió parecer la primera gran guerra a las gentes de su tiempo.
Demasiadas trincheras quizás, hablo de las que levantamos, tras las que cobijarse y por eso las miro y me tranquilizan, entiendo su razón de ser, su imprescindible existencia. Aunque como reza ese cantar pobre de aquel que viva una época apasionante, como Kertesz. O como Kiki de Montparnasse, novela gráfica que leí hace meses -se hace necesario explicarlo, la dispersión es mi naturaleza, ya dije.
Pero yo sigo mirando con ojos golositos los libros de poetas que se amontonan en mis estanterías y lo más que soy capaz es de ojear versos sin ninguna continuidad. Sonidos sin procedencia y yo una lectora perdida. Desposeída, un espacio en blanco que tal vez en algún momento volveré a llenar.
Lo más grave, lo realmente significativo, es echar de menos esa emoción. Escribo contra el miedo, decía la Pizarnik y me pregunto dónde andan situados los míos, en qué calle, no sé si con señales verticales o a punto de nieve los puentes, se dibujan mis huecos. Porque sé que ellos son los causantes de todo este desconcierto -podría parecer literario pero no, no me dejo engañar- que me traigo conmigo misma.
(Exposición de 100 fotografías de André Kertesz en la Fundación Carlos de Amberes. Metro Nuñez de Balboa.)