Nunca regreses al lugar en el que una vez fuiste feliz. Como máxima podría parecerme bien pero reconozco que nunca hice demasiado caso. He procurado volver a los libros que me hicieron feliz y si practico la relectura no entiendo porqué no he de practicar el retorno en otro modo. Eso de la felicidad debe andar sobrevalorado, me digo. Una superchería más como las cremas antienvejecimiento o la crionización, como Darwin aplicado a los sexos o las clases sociales. Igual. La necesidad de invención del ser humano nunca ha dejado de sorprenderme, de dejarse anestesiar por martingalas, también. Es desconcertante, estaréis conmigo.
Este verano regresé a los dos volúmenes de memorias (literarias dice el autor. ¿Qué es ficción, recuerdo o literatura de ellas? Siempre a caballo del mismo jamelgo cojitranco y tuerto. Lo sé) de Caballero Bonald. No había vuelto a ellas desde la primera vez que las leí, tal vez con 17 ó 20 años. En aquel entonces se convirtieron en un corpus literario del que tardé en desprenderme. Ahora, tantos años después, me he pasado la lectura enmendando la plana al autor, contradiciendo muchas de sus aseveraciones, reafirmándome en otras y recriminando algunas. Y sin embargo no creo que haya disfrutado de la lectura menos que aquella primera vez. Podría hablar, como mucho, de un cambio de perspectiva provocada por la evolución del personaje/autor y también de todas las lecturas sucedidas en mí a lo largo de estos años. La literatura ha cambiado y yo también. Y pienso que el cambio ha sido más afortunado en mí que en ella. Así están las cosas.
Pero por muchos desacuerdos que haya alcanzado con Bonald no por ello he dejado de disfrutar y añorar la calidad de su léxico. Un léxico ya olvidado, vituperado por las prisas que todos parecemos llevar consigo y la banalidad circundante. El resultado de cualquier forma es haber regresado durante unos días a multitud de expresiones y vocablos en desuso y el goce al recordarlas. Palabras que hace unos pocos años resultaban familiares y ahora resuenan ajenas, casi rancias a nuestros oídos debido a un vocabulario al que vamos despojando de cualquier complicación. No pienso repartir culpas aunque podría señalar más de una causa. Pero la consecuencia es lo suficientemente pobre como para provocar mi tristeza. Las pérdidas nunca suman, sólo provocan duelos.
Si el lenguaje basa su importancia en convertirse en la expresión del pensamiento, mal nos van las cosas si olvidamos que los sinónimos, por ejemplo, añaden matices a una misma reflexión. Si el vocabulario va a menos, la comprensión del pensamiento y la capacidad de afinarlo van junto a él.
Pues eso, mal van las cosas.
(Foto-poemas de Joan Brossa)