viernes, 11 de noviembre de 2011

Anda jaleo, jaleo...

Últimamente todo es un ir y un no parar de salón en salón parisino. A veces sucede, a veces los actos se empeñan en encadenarse, creando estrechas vías entre los mundos y permitiéndome pasar de uno a otro. Imaginados, pero mundos al fin y al cabo. La realidad es persistente pero no única.

Todo empezó con Encyclopédie. El triunfo de la razón en tiempos irracionales de Philipp Blom. Con él me perdí en los salones del S.XVIII, junto a Diderot, D´Alambert y el resto de los colaboradores, aquellos que llevaron a cabo la aventura editorial de la publicación de la Enciclopedia por excelencia, la primera obra de referencia del pensamiento y las ciencias humanas. Aunque no fuera exactamente así, hubo anteriormente otras pero nunca tan elaboradas, nunca con ese ánimo de hacerlo en una concreta línea de pensamiento, adelantándose a los acontecimientos que luego marcarían la historia . De su mano -los ilustrados- me implico en una aventura apasionante: censuras, trabas, encarcelamientos, trasiegos, peleas, amistades… del primer entusiasmo a las decepciones y amargura final. Siempre un proceso vital acompaña a cualquier empresa, de ahí surge mi interés, y el libro se ocupa de ambas coordenadas, enlazándolas como se enlazarían dentro de una existencia común. En suma, veinticinco años de proyecto intelectual, desmesurado y fascinante, junto a un entorno histórico privilegiado para adentrarse en él.







Y la misma semana que cierro el capítulo ilustrado cae en mis manos otro libro, otra vez salones, otra vez París, pero esta vez en el siguiente siglo y su protagonista Baudelaire. La Folie Baudelaire de Roberto Calasso. La prosa de Calasso, admirable, ocupándose de un escritor de los considerados malditos y de un tiempo apasionante y crucial para la construcción de las vanguardias que vendrán. Historias dentro de historias, caminos que se entrecruzaban entre arte y literatura, Delacroix, Ingres, Manet... museos y burdeles, la ensoñación del opio, hachís y palabras, todo palabras, sólo palabras, palabras que más de una vez ganas me dan de leer en voz alta, por escuchar la extrañeza de mi propio eco que es el suyo. Palabras y voz de harina, blanca y espesa, sin engrudos... Tenemos el arte para no perecer a causa de la verdad, escribe Nietzsche, y con ese llano pensamiento define a cada uno de los personajes-artistas que van desfilando por el libro y una época.




Pido a todo hombre que piensa me muestre lo que subsiste de la vida.
Baudelaire




Y en todo este desorden de salones, no sólo parisinos pero también, cabeza abajo los aparadores, las sillas y hasta las cortinas que hoy no arrastran, el sábado decidimos darnos día libre y dejar cajas de lado, asueto, ¡por fin!, y al centro. Nos topamos con la exposición de Delacroix, aún no he llegado a las páginas en las que aparece, pero es otra señal parisina y hay que entrar. Ninguna duda. Recorremos las salas y apenas unos cuadros me seducen, colores planos a pesar de su intensidad, temas mitológicos, históricos, muy de la época justificando el clasicismo y en ellos no creo que el pintor destaque, los hubo mejores, más diestros. Claro que no se trata de sus mejores obras, la exposición tiene pinturas menores. Y como casi siempre en nuestros gustos nos paramos en los bocetos, los cuadros a medio hacer que insinúan pero aún no son. Y merece la pena, y mucho, el paseo por una serie de litografías sobre el Fausto de Goethe, a cuestas siempre, de nuevo, mi interés por el engarce del texto y la imagen: Literatura y Arte. Y algunos retratos que parecen te miren e interroguen, ¿qué pinto yo aquí y tú, ahí, contemplándome?




Todo un ir y un no parar. Ya dije.