jueves, 11 de octubre de 2012

De vidas en esdrújula

Y es que tenía muchas cosas que contar, cosas gratas casi todas, descubrimientos, libros, paseos, mañanas encendidas o tardes que no consigue romper el tiempo. El tiempo, ese, el que mencionamos precisamente cuando no está, su falta. Y las prisas.

     - Como pollo sin cabeza vamos de un lado a otro, dice J.

     - Pero nunca lo tienes ya para mí, dicen mis amigos, mi tribu y los cachorros.

Me brotan los reproches como setas.

     - Antes, cuando no estaba ese ni allí, dicen.

     - Antes, digo yo, pero llegó Ahora.

Recolocarse en un pueblo a tres cuartos de hora de donde están todos, no lo hace más sencillo. Por mucho que el pueblo me guste y sea caminable y me seduzcan sus comercios a pie de calle, donde oscurece o llueve o hace frío, donde pasa el tiempo, de nuevo él, y puedas situarte, donde cruzar de una acera a otra, y aquí las verduras, ahora el pescado, me falta un lápiz de ojos. Y llegas cansada a casa, pero que duelan las piernas no la gente encerrada o artificiales las horas. Y bulevares donde es el color quien señala las estaciones, un nuevo calendario con mejores gráficos. Y parques que conducen a mañanas verdes. Verde que te quiero verde. Hasta los patos del estanque aquí tienen lustre. Y yo, la gansa, ni os cuento. También la mirada más atenta.

Y fuera de allí -del pueblo donde te gusta el pueblo pero no tanto su gente, siempre tan puntillosa tú, alguna pega tenía que tener- estuvieron los dibujos y grabados de William Blake. Ese, sí, el poeta extraño y visionario, dicen, incomprensible para mí, digo yo. Pero sus dibujos, esos no, esos me alcanzan sin problema. Y una librería a estrenar, La Central, recién inaugurada en Callao, una de tus callejuelas preferidas en el centro, enfrente de la chocolatería en la que paramos tardes frías y orejas doloridas del invierno. Mirar y remirar libros y pringarse luego los labios con un chocolate delicioso sólo con andar unos pasos. Entrar y luego salir de esa calle es un todo dulce. Y volver a la ruta de las versiones originales en una cartelera que se va desperezando de gustos estivales, infantiles sin sorpresas pero ya no.

Todos los días, amontonados. Y otros que no se cuentan. Orillados a la vida, a esta de ahora sin panteones, que escribo por no olvidar, por si fueran necesarios los primeros auxilios para la tristeza o el envés de este ya. Ojalá no, nunca.

Ahora que he conseguido que no me crezca el miedo a que suceda. O casi así.