Salgo de ver Dans la Maison, así, como suena pero con acento francés que yo no tengo, ni pongo labios, y mientras nuestros pasos nos llevan calle Atocha abajo voy pensando en la película. En ella he anudado mis vicios, faltas sanadoras: el cine y la literatura. No os la voy a contar, sería mejor que la vierais, pero el regusto de su trama es de las que acompaña. Mientras caminamos pasamos por un teatro donde se agolpa la gente en la entrada. En él actúa una pitonisa televisiva que tiene el don dice ella, la caradura pienso yo, de hablar con los muertos y J. y yo nos reímos de la ingenuidad, de las vanas esperanzas de aquellos que esperan poder hacerlo como quien se toma un té a las cinco y cómo tú por aquí después de tanto tiempo pero tanto tiempo bajo tierra. Y no lo entiendo, pensaba que para hablar con tus muertos se requería silencio y extrañeza pero nada más. O todo más y es un todo que pesa y al que las mentiras estorban. Porque la muerte resultó ser una vuelta sin hoja, o al revés pero igual. Y continuamos calle abajo hablando de la película para llegar a la misma conclusión que el alumno retorcido y aplicado de la película, su talento: todos necesitamos que nos cuenten historias. Una necesidad. Cada cual las de su gusto, los de la pitonisa, nosotros, aquellos, la pareja con botas de pelo que pasa por nuestro lado, los adolescentes barrena la vida es nuestra que ruidean por la acera de enfrente, los ancianos sentados en el banco al pairo del frío y la vejez. Nadie escapa al embrujo de Sherezade, todos querríamos tener una en nuestra vida que enlazara una noche tras otra con relatos. Hasta el triunfo de las religiones podría basarse en sus inicios en un hecho tan sencillo, le digo a J, escuchar cuando nadie podía leer, historias truculentas y aleccionadoras, historias fantasía, historias paraíso, historias al fin y al cabo.
Qué noches tenebrosas en los tiempos más remotos provocarían el hambre.
Comienzo el libro Paraíso inhabitado de Ana Mª Matute. La biografía ficción de ella misma o de una niña que se contaba a cada momento. Y me viene a la memoria otra niña, no tan callada, y a quien sí le contaban cada vez que rogaba, y lo hacía muy a menudo. Historias maternas que serían el germen de su particular desviación: nunca perdonar la falta de imaginación y pasar por la vida con el ansía del perseguidor.
Cuéntame otra más que me convenza.
En las primeras páginas “el mundo de las personas mayores: gigantes lejanos, impredecibles y un poco ridículos”. A partir de aquí ya no habrá forma de desprenderme de su lectura.